LA BOLSA Y LA VIDA
– No diga usted que son caras. Lo que yo traigo no es bolsería, es “packaging”. Resistentes y estéticas, puro diseño. Y el lujo y la belleza se pagan aunque no tienen precio. Mire la entonación de las zonas de color y la tipografía, tan visual, tan plástica… Pura elegancia a tono con la categoría de su negocio. Cada bolsa será un reclamo para su tienda, protegiendo -y proclamando al tiempo- algo selecto: ropa, calzado, delicatessen… sea cual sea el destino que se le dé luego.
La bolsa, clónica de muchas de un paquete, se sintió halagada. Se reconocía bella, una bolsa de categoría. No sabía de reencarnaciones o reciclajes (¿cuántas cosas había sido ya antes?), pero ahora se veía noble, elegante. Debía disfrutar de este momento, que luego ya sabía que la vida de una bolsa, aun de las suntuosas, es un lago declive, un descenso al vertedero, el municipal y el de la muerte. Pero antes para ella, por la calle, miradas y envidias:
– Esa privilegiada puede comprar en buenas tiendas…
Las hay con suerte…
Días después:
– No tires esa bolsa, que es muy buena.
Fue vaciada y plegada cuidadosamente. Turno de espera para, al poco tiempo, volver al uso… Y a comenzar a ajarse, a envejecer. Arrugas , manchas… Un día:
– Es horroroso cómo se acumulan las bolsas. Lo invaden todo. Tira algunas…
Pero ella se salva:
– En esta bolsa van a caber todas.
Eran cortinas, apretujadas en su interior, camino de la tintorería. Los achuchones le produjeron alguna deformación más, algunas arrugas. Ahora un viaje en coche, vacía. Y un nuevo viaje, llena de embutidos que le dejaron más arrugas y algunas manchas rojizas; incluso un pequeño agujero.
– ¿Qué hago con esta bolsa, la tiro?
– No, déjala, es grande y resistente. Puede valernos aún para llevar algo.
Para llevar algo. Ya lo suponía: otras bolsas, papeles, desechos… Y un destino: el contenedor, el vertedero o el reciclaje. En definitiva, la muerte. Pero se resignó. Así era la vida de las bolsas. Ella, al menos, una vez se lució.
Meses apretada con otras bolsas, ahora heterogéneas, en un descanso de velatorio. Un día, unas manos fueron repasando las bolsas, una a una, y poniéndolas en dos montones. Ya estaba: el convoy hacia el final inexcusable. No se llamaba a engaño aunque la hubieran puesto en el montón de las menos deterioradas. Quizás un viaje más, pero antes o después… Las mismas manos la cogieron y alisaron cuidadosamente. ¿Y esto ahora? La colocaron sobre una silla, bajo la luz de la ventana. ¿Y esto ahora? Las mismas manos modificaron sutilmente su colocación. ¿Y esto ahora? Lo que fuera se salía del destino previsto de las bolsas. Resignada se dejaba hacer. Toral, por un camino u otro, el fin ya se sabía: Pasta de papel, vertedero, fuego, muerte. Antes o después.
El dueño de las manos, sentado tras un cuadrado blanco, la miraba a ratos. Luego manipulaba -no le veía las manos- tras el cuadrado… Así varios días en un ambiente sereno, de pausados cigarrillos, de música de Bach o de Bartok -oyó estos nombres,- de inmovilidad total de ella y de movimiento quieto de las manos tras el cuadrado. Otro día más y las manos la quitaron de la silla. Ahora si que sí. -pensó- el fin. Al pasar al lado del cuadrado blanco, el dueño de las manos se detuvo, y la acerco al cuadrado blanco como para comprobar algo. Entonces se vio. Era ella y estaba pintada. Era ella pero no con la tersura de primer día sino marcada por las erosiones de sus varios usos. Era ella, pero ya ni la bolsa crónica de sus compañeras ni componente de un elegante “packaging” sino trascendía a una realidad que la individualizaba -era ella con toda su historia- y la hacía, al tiempo, símbolo de todas las vidas de todas las bolsas de todas las tiendas… Ya no le importaba su final particular. Fuese el que fuese, ella no tendría final. Ahora era arte, Ahora era eterna. Más incluso de que dueño de las manos.